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TARJETA DE VISITA UTILIZADA POR MICHELE ANGIOLILLO PARA EL ASESINATO DE CANOVAS DEL CASTILLO, 1897

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État du lot: Bon (très peu de signes d'utilisation)

UNA DE LAS TARJETAS CON NOMBRE FALSO QUE LE OCUPARON A MICHELE ANGIOLILLO, asesino de Antonio Cánovas del Castillo

Tarjeta de visita 11x7, impreso: "Emilio Rinaldini. Tenedor de libros. Corresponsal del periódico Il Popolo".

En el reverso a lápiz "Esta tarjeta se encontró en el bolsillo del asesino de Cánovas del Castillo, Angiolillo".

La tarjeta proviene del archivo de Mariano Ordóñez García (1874-1938, ministro de Gracia y Justicia, ministro de Hacienda y ministro de Marina durante el reinado de Alfonso XIII). Este archivo incluía documentos de su padre Ezequiel Ordoñez (1843-1918, diputado del Partido Conservador por Cuenca y de Tui en once legislaturas, miembro del Consejo de Sanidad, Director de Correos y Telégrafos, de Obras Públicas, de Sanidad y subsecretario del ministerio de Ultramar) y de su suegro Francisco Romero Robledo (1838-1906, ministro de Fomento durante el reinado de Amadeo I, ministro de Gobernación durante el reinado de Alfonso XII, y ministro de Ultramar y ministro de Gracia y Justicia durante la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena)

Angiolillo había nacido en Foggia, cerca de Nápoles, de humilde y numerosa familia. Su padre era sastre y su madre se dedicaba a sus hijos y al hogar. Su verdadero nombre era Michelle Angiolillo Lombardo, y cuando vino a España tenía 26 años.

Al llegar a Madrid lo primero que hace es ir a una imprenta que había en la calle de Carretas y encarga unas tarjetas con su nueva identidad. Una de ellas es la que entrega al periodista José Nakens para presentarse cuando va a verle a la redacción de "El Motín".

Cuenta Nakens que "era un día de la segunda quincena de 1897 cuando me pasaron la tarjeta de un visitante que deseaba verme. Leí la tarjeta que decía:

Emilio Rinaldini

Tenedor de Libros

Corresponsal del periódico "Il Popolo"

"¡Que pase!", dije. E inmediatamente entró en la redacción del periódico donde nos hallábamos Juan Vallejo, Nicolás Díaz Pérez y yo, un joven como de 26 a 28 años, de mediana estatura, cara expresiva, finos modales, vestido con un traje de americana claro. Me manifestó que venía en nombre el periódico de Milán que representaba, para hacerme una entrevista acerca de la guerra de Cuba.

Contestéle que yo no tenía talla para celebrar una entrevista. Me replicó que sí, que conocía mis obras en El Motín, "La Piqueta", y "Juan Lanas" desde que estuvo hacía años en Barcelona. Me dijo que los había prestado y no se los habían devuelto. Pedí un ejemplar de "Juan Lanas" de los que me quedaban y se lo dediqué: "A mi distinguido compañero en la Prensa italiana, Emilio Rinaldini". Conversó un buen rato con mis colaboradores y se despidió diciendo que volvería para lo de la entrevista.

A los cuatro o cinco días se me presentó con un libro en la mano insistiendo con la misma pretensión, a lo que me negué nuevamente y entonces, mostrándome el libro, me preguntó si lo conocía. Le respondí que no. Era el escrito por Tarrica de Mármol relatando los tormentos dados a los anarquistas de Montjuich.

Discutimos sobre temas sociales... Le dije que yo no comprendía al anarquista tirando una bomba y huyendo cobardemente como en el Liceo o en la calle de Caminos Nuevos, sino cayendo con sus víctimas, o dando su cabeza a cambio como Pallós y Caserio.

Sus conocimientos en materia social eran superficiales pero cuando hablaba de sus ideas se entusiasmaba, creía en un mundo mejor donde no habría ni explotados ni explotadores, en el que todos los hombres fueran buenos y justos...Su mirada me desconcertaba. Conversamos un poco en otro tono.

A los dos días volvió. Yo no estaba. Habló con Vallejo y quedó en volver. Vallejo observó que estaba preocupado y triste... Vino efectivamente, no por la mañana sino a las 3:00 de la tarde. Parecía otro hombre...Su estado era de gran abatimiento, cambiaba de un tema a otro. Quería decirme algo y se detenía... Me dijo que era un cajista, que deseaba trabajo y balbuceando, con los ojos lacrimosos, me contó que le habían echado de la casa, que llevaba dos días sin comer y dos noches sin dormir y que si le hacía el favor de que le dirigiesen a la redacción una carta que iba a recibir. Le contesté que sí. En el correo había yo recibido una libranza de 10 pts. Era domingo y no podía cobrarse. La envié a descontar. "Y sus correligionarios?" le pregunté. "Uno me ha dado de comer dos veces y una peseta. Se lo he agradecido mucho"

Habló de su madre, de su hermano, del disgusto que iba a darles. Creí que se trataba de la noticia de la situación en que estaba...Al despedirse, le entregué la mitad de mi fortuna de 10 pesetas. Se emocionó y me lo agradeció.

Al abrir la puerta para despedirse, se volvió precipitadamente y me dijo en voz sibilante: "Ya que usted ha sido tan bueno conmigo, voy a contarle un secreto. He venido a Madrid a matar a Cánovas, al Rey o a la Regente".

Cuando Nakens tuvo noticia del asesinato de Cánovas, entró en pánico temiendo que le implicaran por la dedicatoria del libro que regaló al asesino. "La carta que guardaba dirigida a él, la quemé sin abrirla. Hay secretos que pesan mucho..." Probablemente también destruyó la tarjeta.

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"Aquel domingo del verano de 1897, en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, se respiraba la tranquilidad habitual y nada hacía vaticinar la tragedia. Las aguas termales sulfurosas eran un magnífico tratamiento para los achaques de glucosuria (la presencia de glucosa en la orina) que, a sus 69 años, padecía el presidente del gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, cliente habitual del establecimiento por esas fechas.

En su viaje al balneario, Cánovas se había detenido a despachar con la Reina regente María Cristina en San Sebastián. Se instaló con su esposa en Santa Águeda el 8 de agosto. Cuatro días antes lo había hecho un extraño personaje italiano, barbudo y larguirucho, de tez muy pálida, que, registrado con el falso nombre de “Emilio Rinaldini”, se hacía pasar por corresponsal del periódico Il Popolo.

Aunque de apariencia modesta, estaba alojado en una habitación de primera, y decía seguir un tratamiento de baños para curar la faringitis. Pero Rinaldini no tenía trato social alguno en el balneario y nadie le conocía. Siempre vestía la misma ropa: chaqueta clara, pantalón oscuro, camisa blanca, sombrero negro y zapatillas de verano.

Era un tipo retraído que levantó las suspicacias del marqués de Lema, director general de Comunicaciones que acompañaba al jefe del gobierno. Pero no despertó la menor sospecha de los 9 policías y 25 guardias civiles encargados de la protección de Cánovas. El asesino actuó a sus anchas y llevó a cabo sus planes sin que nadie le molestara.

Aquella mañana del 8 de agosto, Cánovas se levantó tarde. Pasado el mediodía, después de oír misa, bajó desde sus habitaciones al comedor, situado en la planta baja, acompañado de su mujer, Joaquina de Osma. Mientras ella se entretenía en la escalera hablando con una amiga, el político se adelantó y se sentó a leer el periódico en uno de los bancos instalados en una galería camino del comedor. Allí le esperaba el asesino. Rinaldini se acercó a Cánovas hasta situarse a metro y medio de distancia. Sin mediar palabra, sacó del bolsillo de la chaqueta un viejo revólver e hizo fuego tres veces.

La primera bala, tras agujerear el periódico que Cánovas estaba leyendo, le entró por el lado derecho del pecho y le salió muy cerca de la columna vertebral. Aunque, según los médicos, la herida era mortal de necesidad, Cánovas logró ponerse en pie. Entonces el ejecutor efectuó otros dos disparos a la cabeza. Uno penetró cerca del oído, atravesó la masa encefálica y le salió por la frente; el otro le partió la yugular. Rinaldini aún hizo otro disparo que se incrustó en el techo, seguramente para amedrentar a quienes intentaron detenerle, aunque no ofreció resistencia al ser capturado.

Al oír las detonaciones, la esposa bajó rápidamente las escaleras y se encontró a su marido tirado en el suelo, boca abajo, en medio de un gran charco de sangre. Joaquina de Osma se volvió al italiano y le increpó: “¡Canalla! ¡Asesino!”. Por toda respuesta, Rinaldini, dijo impávido: “He venido a vengar a mis hermanos de Montjuïc”. Hacía alusión a los fusilados en Barcelona acusados de perpetrar atentados, en la espiral de acción y represión que, desde inicios de la década, protagonizaban en la ciudad condal los partidarios del anarquismo y las fuerzas del orden.

Cánovas todavía respiraba. Los médicos del balneario intentaron taponar las heridas. Cuando le subieron a su cuarto estaba agonizando. El ejecutor mostró total indiferencia cuando, al ser detenido, entregó su arma. Todavía le quedaba una bala en la recámara. Se llamaba Michele Angiolillo.

Cánovas había muerto a las dos de la tarde. La reina María Cristina fue informada de inmediato. Al conocer el suceso se encerró en sus habitaciones. Durante los tres días siguientes no apareció en público, y dispuso que el ministro de la Guerra, el general Azcárraga, se hiciera cargo de forma interina de la presidencia del gobierno. Tras el velatorio en Madrid, el entierro y el funeral de Cánovas alcanzaron rango de duelo nacional.

Siete días después del asesinato, el joven italiano fue sentenciado a muerte por un consejo de guerra, y el 20 de agosto a las once de la mañana murió agarrotado en la prisión de Vergara. Durante el juicio, el acusado mostró sangre fría y no se apartó de las escuetas declaraciones hechas en el momento de su captura. Dijo que no tenía cómplices y que había actuado en solitario para vengar a sus compañeros de Montjuïc, e insistió en sus ideales revolucionarios de signo anarquista.

Como última voluntad pidió escribir una carta a su madre, que vivía en Italia, y ya sentado en el garrote, mientras el verdugo le ceñía la anilla de acero al cuello, se dice que gritó: “¡Germinal!”. Era el título de la novela de Zola que algunos anarquistas coreaban como consigna"

(Fuente: La Vanguardia)

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